Los observo correr en medio del polvero mientras el cigarrillo en mi mano se apaga y empieza a caer la noche. Sonrío al recordar que así mismo jugaba yo, en la misma calle pedregosa frente a mi casa, con equipos de 4 contra 3 y 2 piedras en cada portería, como manda dios. A sangrar y esas cosas.
Y sin importar los años que pasen la escena se repite una y otra vez, generación tras generación. Solo los nombres cambian. Hoy son Fufo y Keka, ayer eran Mañe, Cuno, Kev, Cholito, Armandito y otros más. Y Leda, claro, una gigantesca doberman con alma de hámster e ínfulas de futbolista. Y tenía sus fintas.
Miro un poco más allá y sí, poco ha cambiado. La casita de Geña y Aguacaliente sigue allí, aunque se le han sumado varias más que se van pegando una con otra. Después del caserío se adivina el cementerio y la silueta del bosque, sumido ya en la oscuridad. No logro verlos pero se escuchan algarabía y risas provenientes de sus casas. Ya sacaron ron de donde no había y pronto también improvisarán los tambores usando tanques de 5 galones. Las palmas empiezan rítmicamente y el canto de mujer rasga el ambiente. El congo ya se adueñó de la noche.
Y disfruto el instante, el lugar. Cada vez que vuelvo a casa de mis padres, la casa donde crecí, me deleito al poder revivir esos momentos, quién no, y más ahora que mis padres han decidido que se mudan. La próxima vez los visitaré en otras tierras, con paisajes y gente diferente. Sin congo. El congo y los recuerdos los seguiré llevando por dentro.