Después de casi un año sin probar esta fruta, solo tuve que entrar en un mercadillo tailandés con productos de todo género y naturaleza para que a los pocos minutos se alzaran frente a mí varios promontorios rojizos y dulces. La expresión de alegría que tenía mi rostro debió bastar para que el tendero, sin que yo abriera la boca o el monedero, supiera qué buscaba y me arrojara inmediatamente una bolsa repleta.
Una vez que los 15 baht habían cambiado de manos me uní con aires campantes a las fiestas del Año Nuevo Budista que se celebraba en las calles de Lopburi, armado solo con una pistola de agua y mi sustento a buen recaudo. Con algo de prisa atravesé algunas cuadras sin poder abrir la bolsa ya que el fragor de la batalla alrededor no daba cuartel para bocado, tanto ciudadanos de a pie como furtivos comandos motorizados lanzaban agua y harina a discreción.
Poco a poco la algarabía fue quedando atrás después de doblar una esquina y al final de la calle pude ver uno de esos milenarios templos budistas donde todo turista desea ser fotografiado. Ya con el rumbo definido, me concentré en la tarea de restarle peso a la susodicha bolsa. Entonces empecé a notar que algo estaba cambiando a mi alrededor: a medida que avanzaba por el andén el ambiente se tornaba cada vez más solitario, los puestos de buhonería eran menos y algunos negocios tenían la impresión de haber sido abandonados o incluso bandalizados. Seguí caminando y faltando pocos metros para la siguiente esquina, ví como el último vendedor de lotería cerraba su mesa diciéndome, con tono alterado, algunas palabras sin subtítulos, a lo que le repondí con una sonrisa amable y un «¡bueno compa!»
Decidí no pensar en la extraña escena y me dispuse a cruzar la calle cuando una figura me dejó paralizado. Un mono, pero uno de verdad, peludo y suelto, se erguía frente a mí con actitud desafiante y con una mirada que recordaba la de Clint Eastwood a punto de batirse en duelo en un cementerio lejano. Sin quitarle los ojos de encima ni un segundo, escuché como los secuaces se acercaban usando los cables del alumbrado o cruzando la calle. La emboscada estaba lista y el lector podrá intuir cual era el botín. Rápidamente sopesé las posibilidades de salvar algo del kilo que sostenía contra mi pecho mientras lentamente apretaba la pistola de agua con mi mano izquierda. A lo mejor un chorrito de agua bien puesto cegaría momentáneamente al cabecilla…
Pero si él era Clint Eastwood, ya sabemos quién se llevó el oro.
Una respuesta
Ese Tavo… me declaro fan de tu blog 🙂 Un abrazo agripado desde los yunái-testéis 🙂
Daniel