«¡Porque yo no le temo a la muerte!» arengaba el hombre fuerte, el que deseaba el enfrentamiento, el que quería demostrar su arte en otros campos que no fueran reprimiendo y decapitando solo opositores.
Y es lo que se espera de cualquier general, todavía más de los hijueputas, y es lo que se esperaba del Comandante en Jefe de las Fuerzas de Defensa de Panamá. ¡Patria o muerte carajo!
Pero el 20 de diciembre tuvo miedo. Mientras los miembros del ejército que el tenía que liderar iban cayendo uno a uno, él se escondía en la casa de su querida, con la cena calientita. Y mientras cientos y cientos de civiles eran asesinados hora tras hora, día tras día, él se refugiaba en la Nunciatura Apostólica, hasta que a los pocos días no pudo más con lo peor en la guerra sicológica: el bombardeo continuo de heavy metal. Qué miedo.
¿3,000? ¿4,000? ¿5,000 asesinados?
Pero el general no está entre ellos.
Y no sé cómo Manuel Antonio Noriega, después de 22 años, puede mirar a los ojos a un panameño.