Tal vez
Ojos cómplices, descarados.
El sol de mediodía en la ventana.
Un dinosaurio del tamaño de un pulgar.
El primer adiós, de tantos.
De cuentos sueltos y otras vainas
Ojos cómplices, descarados.
El sol de mediodía en la ventana.
Un dinosaurio del tamaño de un pulgar.
El primer adiós, de tantos.
La tarde acabaría apaciblemente si Fufo, Lurilay, Nayenka, Yon y Keka no jugaran pegando gritos tras la pelota, todos a la vez.
A veces es mejor no asomarse a la ventana de una casa que no es la tuya; podrías encontrar que allí también viven los demonios de tu propia casa.
Al pasearse por los mercadillos navideños, en medio de las almendras acarameladas, gritos de niños corriendo y el aroma tibio del Glühwein, puede ser que uno se encuentre con este tipo de pabellones.
Así lo veíamos continuamente en la televisión y en los periódicos, con lo puños en alto, desafiante, provocador, blandiendo el machete para mostrar lo que le esperaba a los que se opusieran, y sí, lo que le esperaba a los gringos si se atrevían.
Y entre mis manos tenía un kilo de mamón chino, nombre popular de aquella fruta roja con espinas suaves que el lector ilustrado seguramente conocerá como Nephelium lappaceum.
Al abrir sus ojos, frente a ella se extendía un mar azul profundo e interminable.
Se quiso mover, pero sus piernas no le obedecieron y se dió cuenta que estaba paralizada, inmóvil al filo de un acantilado con las olas reventando a cientos de metros bajo sus pies.
El susto que se llevó al verlo sentado en el penúltimo escalón hizo que se le escapara un gemido, sin que el otro pareciera reaccionar.
Inmediatamente y ya riendo, quiso lanzarle algún improperio desde el descansillo, pero sus pulmones le traicionaron después de subir por las escaleras hasta el cuarto piso.
Estábamos callados y confundidos en el pasillo de nuestro apartamento.
La vibración que habíamos sentido estremeció el piso entero justo cuando terminamos de cepillarnos los dientes y nos disponíamos a salir para visitar una vieja amiga.